El viejo Pío detenía su marcha y
mascaba paciente a la orilla de la carretera, en las vaguadas de
Puerto Cohen; porque sabía que ni tan siquiera un niño inquieto
como yo podría ancarle con fuerza e insitirle demasiado para que
apurara el paso. Entonces pastaba Pío, masticando con soltura y
mirándome sobre su lomo, anciano sabedor de los caminos que
habríamos de tomar. Era un hermoso tostao de sangre lombarda,
salido al paso de mi padre mientras juntaba leña en el bosque, en
una tarde de nieve y hojarazca.
“Al primer momento no logré
divisarlo, su blanco y canela se confundía con troncos y seres
etéreos del alba”, contaba mi padre con los ojos brillantes.
Nadie lo reclamó al Pío y yo, felíz
de cabalgar, le confié mi vida, por eso sentí un nudo en el pecho
el día que desapareció. El sol levantó el rocío en las maderas
viejas del establo desierto.
Pero déjame decirte Pío que la
amistad es una luz eterna, y que al fin lo comprendo, yo, que no
entendía tus pequeños tirones de tientos y ofuscos con los perros.
Sigo con la sospecha de que naciste viejo, cariñoso y con crines
largas, de donde me aferré a las alegrías y a la libertad del
galope tendido. Fuimos más que unos buenos hermanos, escúchame
viejo Pío: fuimos mejores amigos. Sé que la sangre noble pide
marchar a los campos mejores, ¿pero por qué no vuelves con alguno
de los vientos del norte?
A veces, ya entrada la tarde, cuando
detengo la pluma y cierro los ojos, escucho un relincho lejano allí
fuera, en la brisa suave. A veces veo una sombra oscura en la bruma
temprana. Aquí estoy amigo mío, no pierdo las esperanzas, ambos
sabemos que se han ido la juventud y la infancia; se nos han escapado
y se han hecho jirones, pero vaya nimiedades son si eres tú aquel
que trota en la distancia.
Todavía está el establo, todavía ubico
el heno en las mañanas; es verdad esto que escribo, viejo, aunque se me
caigan las lágrimas. Siempre estarán para nosotros,
siempre Pío, en el alma, los senderos escondidos, los esteros... las
vaguadas...
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Photo from Los Alamos Nuestro |
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